martes, 17 de junio de 2025

Crisis en el campo en EE.UU. tras la deportación masiva de inmigrantes

¿Quién recoge ahora tus fresas, Trump? El precio del odio migratorio: cosechas perdidas, supermercados vacíos y una economía en ruinas

Crisis en el campo en EE.UU. tras la deportación masiva de inmigrantes

Durante años, Donald Trump construyó buena parte de su carrera política sobre una narrativa: los migrantes eran el problema. Con promesas de muros, redadas y deportaciones masivas, alimentó el miedo, el odio y la división. Pero ahora, en medio de una nueva oleada de políticas antiinmigrantes, las consecuencias son visibles… y huelen a fruta podrida.

El campo se vacía, las fresas se pudren

En California, Texas y Florida, imágenes impactantes muestran campos enteros de fresas, tomates y calabacines abandonados. Las frutas maduran bajo el sol, se marchitan, se pudren. Nadie las recoge. ¿Por qué? Porque ya no están quienes durante décadas hicieron ese trabajo invisible, duro y vital: los migrantes, la mayoría indocumentados, expulsados por la política migratoria más agresiva en décadas.

Y no es una exageración. Según el Center for Migration Studies, más del 17% de los trabajadores agrícolas en Estados Unidos son migrantes sin papeles. En algunos estados agrícolas, ese número supera el 50%. Son personas que trabajan jornadas interminables a 40 grados, agachadas bajo el sol, cobrando salarios que pocos ciudadanos aceptarían.

Trump lo admite… pero culpa a otros

En una reciente entrevista, el propio Trump reconoció —a regañadientes— que sectores como la agricultura, la hotelería y la construcción están enfrentando una crisis de mano de obra. Pero en lugar de revisar su discurso, volvió a culpar a Biden, a las "fronteras abiertas" y a los "criminales".

La ironía es cruel: mientras pide más redadas, más muros y más deportaciones, sus propios votantes en zonas rurales ven cómo sus cultivos se pierden y sus ingresos desaparecen.

Los números no mienten

Más allá del discurso político, los datos son contundentes:

Los migrantes indocumentados representan el 5,2% de la fuerza laboral total de EE.UU.

En agricultura, son casi el 20%.

En jardinería, el 19%.

En construcción, el 13%.

Solo en 2023, aportaron más de 89.000 millones de dólares en impuestos.

¿Criminales? No. Trabajadores. Contribuyentes. Personas que levantan una economía que, paradójicamente, los quiere fuera.

El precio del racismo: hambre, desempleo y quiebras

Mientras los políticos juegan al populismo, los supermercados comienzan a vaciarse, los precios suben y los hoteles cuelgan carteles de “falta personal”. Las obras están paralizadas por falta de obreros. Los agricultores —muchos de ellos votantes republicanos— ahora lloran frente a las cámaras. Algunos piden “soluciones urgentes” al mismo gobierno que antes aplaudían por “poner orden”.

En Los Ángeles y otras ciudades, las protestas crecen. Cada redada genera más indignación. Pero la maquinaria electoral sigue en marcha, alimentándose del mismo combustible: miedo, prejuicio y desinformación.

Nadie quiere esos empleos

Una de las grandes falacias del discurso antiinmigrante es que los ciudadanos estadounidenses ocuparán esos puestos si los migrantes se van. La realidad es otra: no quieren. O no pueden. Recoger frutas bajo el sol, limpiar habitaciones de hotel a contrarreloj o levantar muros en jornadas extenuantes son trabajos duros, mal pagados y poco valorados.

El sistema lo sabe. La economía lo sabe. Pero la política, en su carrera por votos, prefiere mirar hacia otro lado.

La factura ya llegó

Esta vez, el costo no lo pagan los migrantes. Lo pagan los agricultores que pierden sus cosechas. Los empresarios que no encuentran empleados. Las familias que ven subir el precio del tomate, la lechuga y el pan. Y lo más grave: lo paga un país que está tirando piedras contra su propio tejado.

El fanatismo migratorio se ha convertido en una bomba económica. La bandera no recoge fresas. El muro no riega los campos. Y el discurso de odio no llena las góndolas del supermercado.

¿Qué país se está construyendo?

Lo que está en juego va mucho más allá de un cultivo perdido. Es un modelo económico basado en la explotación de mano de obra migrante, pero que a la vez criminaliza a quienes la ejercen. Es una política que desprecia a las personas, pero ama sus impuestos. Es una sociedad que necesita de sus trabajadores invisibles, pero les cierra la puerta.

Cada jornalera deportada, cada verdura podrida, cada familia sin ingresos, es una advertencia. Porque detrás del muro no hay seguridad, hay escasez. Detrás del racismo, hay hambre. Y detrás del fascismo, hay ruina.

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