Los detectives que investigaban el asesinato de Norman Johnson, de 74 años, a la puerta de su casa en Madison (Dakota del Sur, EEUU) estaban desconcertados: ¿Qué lleva a un hombre a llamar al timbre de un ex compañero de instituto, comprobar su identidad, sacar un revólver del calibre 45 y descerrajarle dos disparos a quemarropa? Una venganza personal de lo más visceral.
Así lo ha confesado Carl Ericsson, de 73 años, que ha aguardado casi 60 años para tomarse la revancha de una broma de mal gusto de la que fue víctima en el vestuario del instituto Madison High School a principios de la década de los años 50.
Según explicó el pasado viernes al jurado que lo juzga por asesinato en primer grado, él y Johnson eran compañeros de clase. Ericsson era un chico tímido, mientras que su víctima era una estrella del deporte escolar, uno de esos chicos populares a los que les gusta ridiculizar a quienes no son como ellos.
“Me puso unos calzoncillos en la cabeza delante de todos nuestros compañeros antes de la clase de gimnasia”, explicó Ericsson ante el juez Vince Foley, que escuchó sorprendido cómo el asesino confeso de Norman Johnson afirmaba que “de aquello hace más de 50 años” pero que no había podido olvidarlo “porque quedó grabado en mi subconsciente”.
Con alevosía
El relato de Carl Ericsson ha provocado que el septuagenario haya sido a condenado a cadena perpetua por los hechos que ocurrieron el pasado 31 de enero. Ericsson se acercó al domicilio de un excompañero de instituto, con el que llevaba décadas sin hablarse, y le pidió que se identificase con la excusa de entregarle un paquete.
Norman Johnson acredito su identidad pero, en lugar de recibir un envío, recibió dos disparos a bocajarro con un arma de gran calibre que acabaron con su vida de manera casi inmediata. Ericsson ni siquiera se tomó la molestia de intentar escapar: 60 años después había cumplido su deseada venganza.
Según los psicólogos forenses que han tratado al veterano asesino, lo que sucedió en el vestuario del Madison High School marcó su vida de tal manera que desde aquel momento Ericsson se vio obligado a lidiar con cuadros de “depresión y ansiedad” que lastraron tanto su vida personal como profesional.
Cuestión de envidia
La teoría de los presuntos problemas psicológicos de Ericsson no convence a la familia de su víctima, que lo acusa de haber envidiado a Norman Johnson desde su época colegial. Para Beth Ribstein, hija mayor del asesinado, Carl Ericsson “envidiaba el éxito alcanzado por mi padre en la comunidad de Madison”.
Después de salir del instituto, Norman Johnson se convirtió en estrella universitaria del deporte. Al terminar su licenciatura y un máster, regresó a su pueblo para consagrar su carrera profesional a la educación. Además, se ganó el respeto de sus conciudadanos como uno de los miembros más activos de la comunidad y como entrenador del equipo local de fútbol americano.
Su popularidad era tal que su entierro fue multitudinario: a él acudieron más de 600 personas, uno de cada 10 habitantes de Madison. Según parece Carl Ericsson nunca soportó que a su ‘rival’ le fueran bien las cosas. “No te culpo por tener envidia de mi padre”, le espetó Beth Ribstein antes de que el juez le condenara a pasar el resto de sus días en prisión.
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